Lo que Benedicto XVI denominó “dictadura del relativismo” no deja de ser una realidad en Europa y otros confines occidentales. Estamos en una constante fase de negación, de desprecio hacia la unicidad de la Verdad, de excesivo placer y miedo…
No se quiere que podamos distinguir entre el Bien y el Mal, lo justo y lo injusto, lo legítimo y lo ilegítimo. La Verdad no es lo que debe de ser de acuerdo a la espontánea fuerza de la naturaleza.
Cualquier cosa puede ser “verdad”, ya sea por un lavado de cerebro o porque se confía en la regla de la mayoría, de modo que las valoraciones están sujetas a porcentajes superiores al cincuenta por ciento.
De hecho, el relativismo está avanzando a favor del mal: exterminios de bebés no nacidos, abandono de ancianos, consideración de enfermos como “cargas”, irresponsabilidad general, desinterés en la familia y la comunidad orgánica, desprecio progresivo de Dios, etc.
No pocos ámbitos están contaminados por el veneno revolucionario: los medios de comunicación, las instituciones académicas, la mayoría de entornos de trabajo, las asociaciones vecinales…
No es extraño quedar como “un rarito” cuando expresas pública y profundamente tu fe cristiana. Partiendo de ahí, innecesario hablar sobre lo que pasa cuando defiendes, con consistencia, la tradición, la familia y la propiedad.
Con lo cual, aparte de dar ejemplo con el deber ascético de santificación del trabajo, hemos de hacer un esfuerzo, que en realidad no es muy complicado, para hacer apostolado de la Verdad en nuestros entornos más cercanos.
No es necesario tener una sólida y extensa base intelectual teológica, sino de poner de manifiesto esa profesión cotidiana de la fe, del mismo modo que se pueden recomendar películas o comentar resultados de partidos de fútbol.